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noviembre 22, 2024
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Lo de Allá

¿Desconectarse o reconocerse desconectado?

 

Por María de los Ángeles López Geist, médica psiquiatra, integrante de la comisión directiva de la Asociación de Psiquiatras de Argentina (APSA).

 

Un impasse en la rutina laboral, las clases, el ruido urbano, los controles médicos, los eventos, las reuniones, las corridas de fin de año… puede haber otra vida en vacaciones.

Un anhelo que comienza a funcionar como telón de fondo, cuando cerramos los ojos y el sol se siente pero las olas que se escuchan son sonidos de masa urbana con ritmo vertiginoso a lo lejos y noticias de alto impacto en los medios que nos rodean todo el tiempo.

Enchufados a velocidades nada espontáneas, ya no hacemos dos o tres tareas a la vez, hacemos cinco o seis (!) tareas simultáneas mientras pretendemos ilusamente argumentar alguna ventaja en ello. Nada de esto sería posible sin esas extensiones de nuestro cuerpo y mente que solemos tener en la mano demasiadas horas por día: los celulares.

La fantasía de descansar de las redes o abandonar ese permanente estado de guardia para los mensajes que se reciben, cobra vigor pero choca con la dificultad para materializarlo.

Entonces consultamos todos los tips que circulan en internet para lograr un uso racional de la tecnología y descubrimos que resulta angustiante a veces “no estar” en esa conversación permanente entre varios, o entre muchos (existen cuestionarios para medir la nomofobia).

Tanta es nuestra creencia de estar enterados de la realidad por recibir montones de videos y memes, que ponemos un excesivo valor a lo que se comunica por medios sociales que ya sabemos completamente algoritmizados.

No solo nos desinformamos ingenuamente, también hacemos peligrar nuestro sueño de cada noche cuando luego de la cena bombardeamos nuestro cerebro con la luz azul de las pantallas durante tiempos demasiado extendidos.

La ansiedad registrada en niños y jóvenes y el insomnio creciente tiene alta correlación con el tiempo que pasan con sus dispositivos por las noches aunque se hayan propuesto desconectarse.

Sin embargo, en el fondo, no se trata de “desconectarse”, sino más bien de retomar conexiones que se han perdido en el espacio y en el tiempo, o de establecer contactos a través de todos los sentidos para vincularnos con todos los seres vivos.

Volver a sentir una brisa en la piel veraniega o los puntazos del sol. Detenernos a disfrutar el aroma de los árboles, incluso volver a treparlos. Dejarnos mecer con las subidas y bajadas de la marea y caminar las arenas brillantes. Volvernos adictos a divisar constelaciones. Escuchar qué susurran los vientos. Subir y subir la montaña hasta escuchar su silencio. Jugar con el agua por larguísimos ratos. Volver a caminar bajo la lluvia sin miedo a mojarnos. Descifrar los mensajes en las nubes. Correr hacia la inmensidad de una pampa sivoriana. Solos o con amigos o con familia o con mascotas.

Reencontrarnos con lo más sensorial de nuestro ser es una primera etapa de buceo en nuestras profundidades: es solo el preámbulo para vincularnos con las personas de nuestro entorno con las que podemos compartir esas mismas actividades. Un vínculo es mucho más que una conexión. Es la posibilidad de recrear la vida cotidiana instituyendo una construcción conjunta con los otros. Es inventar, diseñar, producir encuentros humanos y humanizantes.

Si en las redes somos espectadores, editores y productores de sentido, en la vida compartida, no importa el grado de ese compartir, damos sentido a ser equipo, ser polifonía, ser amigos, familia, sin la amenaza de un gélido “delete”.

La pandemia nos dejó secuelas, muchas, entre ellas una marcada abstinencia social en los jóvenes. Se refugian muchas veces en las conexiones por videojuegos o por aplicaciones. Rechazan las salidas mercantilizadas donde son obligados a consumir lo que está de moda. Y si participan de la oferta vuelven a sus casas a conectarse con una cantante o con una película a través de los medios sociales.

La idea, entonces, es alejar temporariamente a los niños, a los adolescentes y a los adultos de sus aparatos electrónicos y redes sociales durante ese valiosísimo tiempo de vacaciones, pero no por la vía de prohibirlos en forma radical y abrupta, sino ofreciendo alternativas concretas: practicar deportes, interactuar con otros niños, tener experiencias del mundo compartidas con los padres y los hermanos.

Abrir la puerta para ir a jugar. La experiencia de los vínculos afectivos significativos es ineludible para el crecimiento y desarrollo de todo ser humano. Vincularse es también comprometerse con la presencia del otro en el aquí y ahora. Es desarmar esa jaula invisible en la que muchos se mueven de selfie en selfie buscando lugares instagrameables, sin poder conectarse con el otro, sino solo con la película de sí mismos que están filmando todo el tiempo en su cabeza.

Conocer más a las personas del entorno y conocer gente nueva requiere entrenar la capacidad de estar con el otro, para el otro, sin distractores permanentes.

Hay algo maravilloso en ese andar serendípico del tiempo de vacaciones, en que buscando una cosa descubrimos otras mejores. Se trata de navegar por la vida, y advertir dónde y cuando cliquear en lo que nos cruzamos.

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