Los argentinos estamos en todos lados, llevamos la inmigración en la sangre y en la historia, pero hay lugares donde parece que somos más. En Tamarindo, un pequeño pueblo en la provincia de Guanacaste, Costa Rica, la concentración de compatriotas es altísima y la comunidad que predomina es la marplatense. ¿Quiénes son y qué los trae a este lugar?
Por Melisa Morini
Una carretera es la columna vertebral del pueblo por donde circulan vehículos, motos, carritos de golf manejados por familias en traje de baño y bicicletas. Por la vereda, frente a los bares y restaurantes, cantidades de turistas que hablan en inglés se alistan para una tarde de playa: protector solar, gorra, lentes y, también, una clase de surf, servicio de sombrilla y en la mano un coco helado.
En 2009 se filmó en Tamarindo un cortometraje titulado “Fe de agua” donde el protagonista es un joven guanacasteco que descubre el destino de su vida cuando cambia el machete, el instrumento de trabajo con el que creció, por una tabla de surf. Fue coproducida por residentes costarricenses y extranjeros unidos por esta localidad y financiada por donaciones de diferentes dueños de negocios de la zona y aportes de los mismos productores.
La analogía cuadra perfecto con lo que ocurrió en esta zona de Costa Rica en el último tiempo. Según el Índice de Estadísticas y Censos, aquí viven unas 7.000 personas, pero 20 años atrás recién empezaba a ser el lugar turístico que es hoy. Se trataba de un pequeño pueblo de pescadores que vivía de la pesca del pargo. Su desarrollo fue de la mano de la demanda, por lo que no tiene una planificación y le faltan muchas cosas que podría tener cualquier pueblo como una plaza, una municipalidad, una garita de policía o una cancha de fútbol. A la vera de la playa, todos son restaurantes, hoteles, comercios, bares, tiendas de artesanías y de surf.
Playa, surf y naturaleza.
Gustavo Melazzo (51) llegó a Tamarindo hace 22 años. Oriundo de Mar del Plata, de La Perla, su vida siempre giró en torno al surf. “Me meto al agua con tabla desde muy chico, hice mi escuela en la playa Sunrider y también empecé a trabajar muy joven. Durante once años trabajé en una tienda grande de surf, empecé como vendedor, me fue muy bien, y terminé como encargado de todas las sucursales”, relata.
Son las diez de la mañana, hace 29 grados y los turistas pasean por la costanera. Estamos sentados a la sombra en Banana Surf Club, su tienda y escuela del deporte que le apasiona. Rememora, “me enamoré de Costa Rica en el verano del ´89, estaba en casa, aburrido, mirando revistas de surf, no había olas en Mardel y aparece en una página una foto de una ola increíble, palmeras, caballos salvajes en la playa y en letras pequeñas “Pavones, Costa Rica”. Wow dije, ¿qué es eso?”.
Dos años después Gustavo compraría un ticket directo a esa playa. Regresó pensando que algún día se iría a vivir a Costa Rica. Cumplió su sueño unos años después, antes de que explotara la crisis en el año 2001. “No sabía muy bien qué hacer pero el lugar era acá”. No sabía muy bien así que hizo de todo: limpió piscinas, cortó el césped, fue bartender, limpió un bar a cambio de un cuarto, fue instructor de surf y pintó cuadros.
“Pintaba cuadros, de olas en general, y tenía un socio fotógrafo, los dos surfistas, pusimos una galería de arte relacionada al surf y ofrecíamos clases, hasta que con el tiempo esa galería se convirtió en esta escuela”, cuenta, sin dejar de saludar a los clientes que ingresan llenos de bloqueador solar “Hi, welcome”. “Hoy el arte quedó en segundo plano pero a veces me piden que pinte y se pueden ver cuadros en hoteles y restaurantes”.
Con los años, llegó el amor a su vida, lleva años de casado con una costarricense y juntos tuvieron una nena que hoy tiene cinco años. Consultado por su patria, asegura que vuelve cada tanto pero siempre en carácter de vacaciones y que no cambiaría nada en su decisión y condición de migrante. “Yo me considero argentico” asegura y agrega que “no hubiera hecho en Argentina lo que hice acá y seguro que no podría trabajar en bermudas y ojotas, con arena entre los dedos”.
En busca de calidad de vida
Según datos del Banco Mundial, Costa Rica es en muchos aspectos una historia de éxito en términos de desarrollo. Es considerado un país de ingreso medio alto y ha presentado un crecimiento sostenido en los últimos 25 años. Esta situación se debe a la apertura a la inversión extranjera y a la gradual liberalización comercial.
Ariadna “Kitti” Puente (28) y Juan Pezzali (33) llegaron al país en abril de este año “en busca de una mejor calidad de vida” dijeron casi al unísono. Ambos son instructores de surf, jueces y practicantes de esta disciplina, Kitti además es bailarina y profesora de danzas. Tenían pasaje de regreso a Argentina en julio, pero el avión se fue sin ellos.
“Yo estaba segura de que me iba a quedar”, dice Kitti a diferencia de Juan que estaba seguro de que iba a volver. “Me entregué a lo que nos está pasando y la verdad es que estoy feliz con el resultado” cuenta hoy Pezzali. En tres meses, esta pareja marplatense encontró casa en Tamarindo, trabajo de lo que les gusta y se compraron una moto para recorrer las playas y movilizarse de lo que es el centro del pueblo a su casa.
“El plan era viajar, conocer y surfear” cuenta Kitti que trabajaba como camarera antes de viajar “y probar suerte, nada podía ser más difícil que allá”, dice hoy, más relajada y sintiéndose orgullosa con la decisión. Juan, en cambio, buscaba salir de la zona de confort “trabajé doce años en una empresa, estaba en blanco, tenía estabilidad económica pero estaba necesitando encontrar un desafío, algo que me motive”.
Hasta abril de este año y en relación a Costa Rica el Banco Mundial informa que “la combinación de estabilidad política, contrato social y un crecimiento sostenido han resultado en una de las tasas de pobreza más bajas de América Latina y el Caribe, donde la proporción de la población con ingresos inferiores a US$5,5 por persona por día disminuyó ligeramente de 13.2 a 10.6 por ciento entre 2010 y 2019”. Y que “el éxito del país en las últimas décadas también se refleja en sus sólidos indicadores de desarrollo humano, lo que ha contribuido a mejorar su posición en la clasificación respecto a los demás países de la región”.
Mi hogar
“Tamarindo es mi hogar” dice Soledad De la Riva (46). Ella llegó a este lugar 25 años atrás atraída por el denominador común entre estos entrevistados, las olas y el surf. Sin darle lugar a la duda, dejó Mar del Plata y su casa en Playa grande para mudarse a este pequeño pueblo con su hija, que entonces tenía seis años. Si bien se siente “bastante nómada” Tamarindo fue su casa permanente prácticamente hasta el año 2020, cuando la pandemia la llevó a viajar a Argentina, para acompañar a su mamá y a su hija, que ahora es mamá de dos. “Solía hacer temporada en Miami, California y Hawai pero el grueso del año que es el período escolar siempre estuve acá en Tamarindo”, cuenta Sole sin soltar la tabla de surf que pronto intervendrá artísticamente.
“Trabajo de pintora, tuve una galería de arte durante diez años y la cerré con la pandemia, para tener otro vínculo con mi familia, que eligió Argentina para hacer su vida”. Además, tuvo una empresa de cuidado y mantenimiento de mascotas y propiedades que funcionaba con clientes americanos que se iban por largos periodos de vuelta a sus casas. El emprendimiento también terminó con la pandemia.
De Mar del Plata a Sole le quedaron “muy buenos amigos” pero no duda ni un segundo cuando dice que “Tamarindo es mi hogar” y no manifiesta sorpresa con la cantidad de marplatenses que se han instalado en este pueblo: “el argentino se mueve un poco por el boca en boca, buscando dónde otros están bien. También se siente la crisis que se vive en el país y que siempre se agudiza en la ciudad porque también vive del turismo y de trabajos informales”.
Sin planes de volver
A Mar del Plata las crisis siempre la golpean con fuerza. La estacionalidad y el empleo temporario van de la mano y con el invierno son muchos los que pierden su fuente de ingresos. A Facundo y a sus amigos y amigas, Tamarindo los convocó como una posibilidad.
“Con Santi y Martín, que están acá, habíamos venido en 2018 y quedamos encantados con el lugar y el estilo de vida que se vive acá en Tama”, cuenta Facundo Gorosito (26) que llegó pasado marzo con su novia May y se encontró con dos parejas de amigos más, todos marplatenses.
Ante la pregunta de sus amigos, la respuesta que dio Facundo fue sin vueltas: “vengan”. “Uno siendo argentino, al ritmo de trabajo que tenemos y un poco de manejo del inglés, te llueven las propuestas de laburo”, lanza el joven Licenciado en Turismo. Contando esta historia, el grupo se hizo grande, 17 jóvenes se encontraron en estas tierras para “disfrutar y trabajar”.
La más joven del grupo tiene 23 y el más grande 28 años, la mayoría se conocen de la escuela, cursaban en el Esquiú. “Estamos acostumbrados a que el mundo laboral sea una incertidumbre, a la frase “cuidá el trabajo” cuando agarras uno más o menos bueno porque no sabes cuándo lo podes perder. Cuando salís de esa realidad te das cuenta que hay otras posibilidades, otras maneras de vivir y de ganar plata”.
Facundo es sincero y encarna en su discurso la realidad de muchos y muchas jóvenes. “Cuando veo esta realidad me doy cuenta que somos un montón pensando en lo mismo, en que está re difícil y eso condiciona la vida permanentemente, no sé, no salir a tomar algo, ahorrar y evitar determinados gastos, y si pegas un buen laburo planificar por ejemplo que en seis o siete meses ahorrando un poquito te podes cambiar el celu”. Hay diferentes intereses entre los 17, están los que quieren saltar el charco y conocer el invierno europeo, los que vuelven a casa y los que sin planes de volver, se quedan a hacer la temporada.