Este emprendedor marplatense de 45 años encontró en el asado no solo una pasión, sino también una manera de ganarse la vida y de construir puentes culturales entre continentes.
Por Florencia Cordero
Vive con la valija a medio cerrar. En cada lugar que pisa, entre Argentina y España, prende el fuego, pone la parrilla y despliega algo más que carne y brasas: pone sobre la mesa una forma de ser argentino.
Este emprendedor marplatense de 45 años encontró en el asado no solo una pasión, sino también una manera de ganarse la vida y de construir puentes culturales entre continentes. “No me gusta el frío -dice entre risas desde Málaga-. Me gusta andar en bermuda y ojotas como estoy ahora. Por eso trato de organizar mi año entre allá y acá. No es fácil, pero lo estamos intentando”.
Con su estilo relajado y verborrágico, Germán habla de ir y venir como si se tratara de cruzar un barrio. Pero detrás de esa simpleza hay logística, esfuerzo y sobre todo una gran vocación.
Lo suyo no es solo ser parrillero: es contar historias, transmitir una cultura, generar comunidad. En un mundo donde las tradiciones parecen diluirse, Germán Sabotig elige mantener viva la del asado argentino, con todo lo que eso implica: tiempo, charla, improvisación, amigos. “Los domingos en familia, el turno de básquet con amigos que tenemos hace más de 20 años… son las pequeñas cosas que se extrañan y que para nosotros son lo más valioso”, reflexiona.
Cuando habla de lo argentino se enciende. Siente que en España hay algo que nos distingue: “El argentino tiene un plus. Labura. Siempre quiere estar mejor. Es proactivo. A veces, viendo cómo se manejan en otros lugares, te das cuenta de eso. Por ejemplo, acá en España se les termina un producto y cierran. Nosotros saldríamos corriendo a buscar más. Esa diferencia se nota”.
El fuego en cualquier parte
Germán ha cocinado en pueblos perdidos y en ferias populares, pero uno de los hitos de su recorrido fue prender el fuego en plena Avenida 9 de Julio, frente al Obelisco. “Fue en un torneo de asadores argentinos. Literalmente estábamos sobre el asfalto abajo del Obelisco. Yo fui con Cahuma a vender comida para la gente, no a competir. Fue impresionante”.
Entre los lugares más curiosos que ha recorrido con su parrilla nómade se suma Extremadura, en España, desde donde voló a Frankfurt, luego a Buenos Aires, y de ahí directo a Bahía Blanca, sin pasar siquiera por su casa. “Mi hijo Julián me decía: ‘¿En serio, papá, no viniste a casa?’ Y no, no llegaba. Me fui directo a prender el fuego”, recuerda como si fuera lo más normal del mundo.


La radio, ese otro fuego eterno
El parrillero Germán Sabotig es hijo de Perla Carlino, una voz entrañable de la radio marplatense, cuya presencia marcó generaciones desde los micrófonos de LU6 Radio Atlántica. “Mamamos radio desde chicos”, dice. “Mi vieja decía que la radio llegaba a los lugares más inhóspitos, y tenía razón. Yo trabajaba en Comodoro Rivadavia en un local comercial y un tipo me vino a comprar una radio a pila porque quería seguir escuchando a Perla Carlino. Le dije ‘¡es mi mamá!’. Y no lo podía creer”, relata.
Esa herencia no solo está en la sangre, también en un libro: El maravilloso mundo de la radio, escrito por Perla y editado por sus hijos tras su fallecimiento. “Ahí está su historia, su pasión por la radio, por las tradiciones”, explica Germán con orgullo evocando aquellos momentos inolvidables entre jineteada y jineteada.
Detrás de cada asado hay un mensaje. Y Germán lo lleva como bandera. “Uno nunca imagina que puede lograr estas cosas, pero acá estamos, laburando, viajando, haciendo lo que nos gusta. Si te apasiona, deja de ser trabajo”, asegura. Aunque suene ideal, lo suyo es real: calor, carbón, carne, y la convicción de que el asado es mucho más que comida. Es identidad, comunidad y, sobre todo, un fuego que nunca se apaga.


Ecos que resuenan de un viaje a las raíces
Después de acompañar a su hijo Gastón en los playoffs del básquet italiano, Germán Sabotig emprendió recientemente un viaje que fue mucho más allá del deporte: una travesía emocional hacia los orígenes familiares. En una pausa entre partidos, la familia se trasladó desde Umbría hasta Trieste, la ciudad portuaria del norte de Italia que históricamente formó parte de la vieja Yugoslavia y que representa el punto de partida de los antepasados del lado paterno.
Trieste, con sus calles que miran al mar Adriático y su mezcla cultural tan particular, los recibió con una sensación tan difícil de explicar como inolvidable. “Llegar ahí fue mágico”, cuenta Germán. “Era como caminar por Santa Fe, lleno de gringos como los que uno se cruza allá. Las formas, las caras, la manera de moverse… sentíamos que estábamos entre los nuestros”.
Para Germán y su hermana Natalia, el viaje significó mucho más que una visita turística. Fue ponerle cuerpo a una historia que escucharon de chicos, el recuerdo de su padre fallecido joven y confirmar que las raíces no solo se rastrean, sino que también se sienten. “Nos recorría un cosquilleo por la espalda, una emoción difícil de poner en palabras”, recuerda.
No hubo tiempo para explorar en profundidad ni para cruzar a la vecina Eslovenia, pero la semilla ya está plantada. El viaje fue un primer paso hacia una búsqueda mayor, esa que une generaciones y reafirma lo que somos. “De acá venimos”, se dijeron los hermanos mientras tomaban un café en alguna esquina de Trieste. Y ese momento bastó para sentirse completos.