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diciembre 21, 2024
Deportes

Campeón mundial

El sueño de Messi y de todos los argentinos se cumplió. Campeones del mundo en Qatar y para toda la historia.

Por Juma Lamacchia – Corresponsal

Doha, Qatar – La noche previa a una final del mundo debe ser de las más difíciles. Intentar irte a dormir como un día más, poner la alarma, intentar despertarte cuando suene y no apenas se te mueve un ojo. Matar el tiempo. La ciudad amanece a la espera del partido más importante. Las calles de Doha se inundan de argentinos y de hinchas con la camiseta albiceleste. Por suerte, el partido fue más temprano que los anteriores, el día se acorta. La ansiedad se vuelve más débil. 

Los alrededores del Estadio Lusail respiraban caos. Desde las estaciones de metro camino allí, fue imposible controlar las avalanchas de hinchas. Un dato de ese día, se celebraba el Día Nacional en Qatar, y el acto era también en Lusail, a las afueras del estadio, en la boulevard principal. Por ende, no solo nos encontrábamos expectantes a la final, con nuestra ilusión intacta, camino a la cancha, sino que también los locales, con su bandera, acompañaban el trayecto.

La final del mundo se define por sensaciones. Es difícil explicar qué se siente. Cada uno lo vivirá según su propio anhelo. Inseguridad, ansiedad y miedo, perderla siempre está en los papeles. Y los recuerdos sumergen. Felicidad, seguridad y confianza. Ésta última, es la que siempre transmitió este equipo. Desde perder con Arabia Saudita o empatando en el entretiempo con México, siempre demostró la valentía y el buen fútbol de ir a buscar los resultados. Y así fue.

La ficha de que estás por ver a tu país jugar una final del mundo nunca cae. Ya directamente en pos del resultado. Segunda final en ocho años para los más jóvenes. Primera para los más chicos. Y siempre con Messi a la cabeza. El mejor jugador del mundo en busca del título que le falta, por el que lo comparan y por el que se animaban a bajarle el precio a su carrera. Del otro lado, Mbappe convencido a destronar el reinado del rosarino. Buscando su segundo título en cuatro años y el legado de ser el mejor futbolista. El mejor de los villanos.

El partido fue un lujo, Argentina demostró su mejor fútbol y borró de la cancha al último campeón y máximo candidato. No alcanzaban los aplausos. Messi primero de penal, Di María después. Ni escrito por el argentino más optimista. Todo era alegría. El público de pie ante una función única.

A un tiempo de ser campeones del mundo, casi que sospechando de lo que pasaba. Estamos acostumbrados, o nos malacostumbramos, a que nos golpeen donde más nos duele. A que la palabra “fracaso” tome lugar en nuestro diccionario. Nos avergüenza, nos limita. Durante casi 80 minutos hubo un solo equipo en el campo de juego, a quienes les caía la ficha también se le sumaban lágrimas, el partido daba hasta para aislarte un segundo de la atmósfera mundialista y mirar a tu alrededor para pensar dónde estás y qué está pasando. Pero el fútbol tiene ese no se qué, que tanto nos gusta. Porque pareciera que “si no se sufre, no se vale” sea una ley que aceptamos para explicar algo que no tenemos respuesta. Que del sufrimiento sale el mejor goce. Que se aprende a sufrir. Nadie elige sufrir, no se disfruta el doble ni mucho más. El dolor perdura, los nervios recorren nuestros puntos más lejanos. Obvio que con el diario del lunes todo tiene más épica, pero los títulos valen lo mismo.

Un empate inesperado

Francia empata el partido en dos jugadas relámpago. Apagón general, era cuestión de segundos. Mira si se te escapa así, dónde nos metemos. No quiero ni imaginar la soledad que me genera. Argentina había jugado un muy buen tiempo extra contra Países Bajos, pero Di María ya no estaba a disposición después de ser reemplazado. Había que repetir la forma de jugar, todavía hay chances y será cuestión del destino que nuestro guión esté así escrito. 

 

Totalmente cabizbajos había que enfrentar el último tirón. Messi logra marcar, pero la jugada se llena de dudas. Él festeja igual, se abraza, se emociona, llama a sus compañeros y agita al público. En épocas de VAR, sabemos que no todos los goles se gritan al mismo tiempo. El estadio se dividió. Algunos siguieron al 10, otros confiaron en su mirada y que la pelota había entrado, no hay vuelta atrás. Otros entendían la duda del offside. Pero nadie sabía qué pasaba. La pantalla muestra al capitán y le da el gol, ahora sí, a celebrarlo nuevamente todos juntos. Arriba en el marcador, faltan diez minutos. ¿Qué puede pasar? ¿Otro golpe más? ¿Cuántas horas dura esta batalla? El mismo tiempo faltaba cuando ganamos por dos en el tiempo reglamentario. Y es una final del mundo. En una escena repleta de rebotes hay penal para Francia, otra vez Mbappe, decidido a ser el villano más villano. Gol y empate. Ahora sí, que alguien nos saque de esta desazón. Una vez Messi dijo creer que la selección no era para él después de perder tres finales seguidas. Capaz no era para nadie, nos volvían a empatar, después de desplegar la máxima calidad futbolística en una final. Había que ir a los penales.

El sorteo define que se patean en el arco en el cuál había más hinchas argentinos. El público celebra ese resultado, pero también el Dibu. Camina hacia el arco y hace gestos de alientos a la gente. Salta, camina, baila. Él sabe que gana. Nosotros sabemos que él sabe eso. Pero no lo sabíamos nosotros aún. La personalidad del marplatense nos tambalea, como a los rivales. Habla con ellos, también con el árbitro, agarra la pelota y la tira a un costado, estira lo máximo posible la caminata de 50 metros que realiza cada jugador que tiene que definir el destino de la Copa del Mundo. Incentiva al público, que canta y chifla, lo amonestan y ataja. Ataja también, porque si es bueno mentalmente, atajando es mejor. 

Argentina convierte todos sus penales y los franceses solo dos. Define Gonzalo Montiel, el pibe surgido de River, líder en el equipo de Gallardo y pateador de penales.

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Está ahí porque nunca erró uno. Porque en su cabeza funciona perfectamente el trabajo fino de controlar la situación. Cachete patea, la verdad no me acuerdo a dónde y tampoco lo volví a ver. Ya estaba arrodillado y buscando a Messi en la cancha. Se le dio, es campeón del mundo.

Al fin

Le pedimos a Lionel que haga lo que hacía en el Barcelona, en la selección. Y lo hizo. Le pedimos que además, nos de títulos. Le costó, pero lo hizo. Le pedimos que fuese capitán adentro de la cancha y líder afuera. Lo hizo. Le pedimos que sea maradoneano, y como si el mundo no aceptara dos “Diegos”, su maradonización se agigantó luego de la partida de Diego. Habló de autoridades del fútbol, reclamó fallos arbitrales, defendió compañeros, gozó y rió ante rivales. Todo lo hizo. Pero además, jugó. Y jugó como Messi. Por encima del nivel maradoneano que le pedíamos. 

Hay una generación que nació y creció a la luz de Diego Maradona. Creyéndose mejores del mundo, cómo él lo demostró. Que ante la imposibilidad de verlo jugar, le tocó un Messi. Al que todos comparaban con él. Y durante años, la sombra de la Copa del Mundo le fue esquiva. El sueño de ver a tu país campeón del mundo se reduce al mínimo de posibilidades al pasar los años. Porque las distintas versiones del mejor jugador del mundo tampoco pudieron. Y cuatro años no alcanzan para apaciguar tanto dolor. Ahora, esa generación tiene algo en común con sus padres, abuelos, tíos o adultos con los cuales se relacione a lo largo de su vida. También a la inversa, esos adultos ven a los niños con su propio reflejo celebrando lo que ellos vivieron hace años. Esa presión ya no existe, esa cosa en común es que ahora todos vieron a la Argentina ganar un mundial con el mejor jugador del mundo en la cancha. Y es una sensación inexplicable. A partir de ahora, el fútbol es un lugar más justo. Y el mundo, un poco más feliz.

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