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noviembre 21, 2024
Lo de Allá

Tu nombre: mucho más que tu identidad

El nombre puede cambiar al individuo, afectar su personalidad y, hasta un determinado nivel, su destino. Es esta mismísima cita la que pretendo deconstruir y, con evidencias mediante, comprobar. Vamos a ver qué sucede.

Por Remigio González

“¿Es que acaso un nombre tiene que significar necesariamente algo?”. Eso se preguntaba Alicia, en Alicia a través del espejo. También me lo pregunto yo y, en el mejor de los casos, les contagio la duda. De cualquier forma, antes, quiero alterar la fórmula: “¿Es que acaso un nombre es sólo una etiqueta, un label inocente para distinguirnos?”. No, claro que no hipotética Alicia, y dejame explicarte por qué.

La onomástica es el estudio de los nombres propios. No míos ni tuyos: son los que se escriben con mayúscula. Hay quienes abrieron la cancha en sudamérica, como José Daniel Nasta, un argentinobrasileroparaguayo que encontró en los nombres su afición, su adicción, su hobby. En varios libros se dedicó a compilar nombres curiosos de personas reales, a confeccionar listas de aptónimos (personas cuyo nombre condice con su profesión), e invirtió gran parte de su vida en el estudio de los apelativos. En 1994, en su primer libro titulado “¿Cómo dijo que se llama?”, Nasta aventura tímidamente: “El nombre puede cambiar al individuo, afectar su personalidad y, hasta un determinado nivel, su destino.” Es esta mismísima cita la que pretendo deconstruir y, con evidencias mediante, comprobar. Vamos a ver qué sucede.

Como todo primate, soy egocéntrico. Por eso quiero empezar por mí. Yo, yo, yo y más yo. El nombre Remigio es raro, lo sé. En Argentina, en el siglo que pasó entre 1915 y 2015, sólo se registraron 1599 Remigios. Somos más de los que pensé, pero seguimos siendo pocos. A pesar de haber preguntado, ninguno de mis padres pudo determinar qué esperaban de un hijo con un nombre tan raro y que, al mismo tiempo, heredó el apellido más común de toda Argentina. O, por lo menos, no podían determinarlo de forma consciente.

Expectativa vs realidad

Las expectativas que los padres proyectan en sus hijos a través del nombre es fuente y origen de muchísimos estudios psicológicos y sociales. Laura Wattenberg, estadounidense especialista de onomástica publicó en su blog un artículo donde explica su investigación en las nuevas preferencias de naming en su país: Los varones están recibiendo nombres relacionados con la fuerza, el heroísmo y la agilidad (Dash, Diesel, Titan), mientras que las mujeres las nombran con la belleza, delicadeza y pulcritud en mente (Jubilee, Lively, Pristine). Esta tendencia es un barómetro de las expectativas que se depositan en sendos géneros, como padres y como sociedad. 

Acercando este estudio a tierras locales, basta con hacer un breve análisis histórico de cómo se nombraron nuestros bebés en Argentina. El nombre compuesto Juan Domingo tuvo su pico máximo de registros en 1948, y que comenzó a escalar puestos velozmente desde 1946: año en que Juan Domingo Perón asume su primera presidencia. Con el nombre Eva sucede algo similar. A pesar de haber hecho cumbre en 1927, el segundo gran renacimiento del apelativo fue en 1946/1947, cuando Eva Duarte de Perón fue Primera dama por también primera vez. ¿Diego Armando? Pico en 1981 (cuando cierto Diego Armando es transferido a Boca) y 1986 (cuando cierto Diego Armando hizo historia). ¿Raúl Ricardo? Pico en 1983/1984 cuando, a través de Alfonsín, recuperamos la democracia. Descubrimos, así, que es posible encontrar un relato de la historia de nuestro país escondido en el Registro Nacional de las Personas.

Otro sorprendente estudio relativo a los nombres es el ejecutado por un equipo multidisciplinario de la Universidad Hebrea de Jerusalém, y publicado por la American Psychological Association, donde arrojan luz a un tema tan antiguo como poco investigado: tenemos “cara” de nuestro nombre. Desglosemos de a poco: si alguna vez pensaste que tu amigo Pedro tiene más cara de Matías, es porque realmente existe una “cara de Matías” estándar, de la cual extraemos características fenotípicas (es decir, externas, medibles y observables a simple vista) para compararla con una cara real. La clave del estudio es la rigurosidad en el experimento:
A 120 voluntarios se les mostraron caras de personas reales que no conocían, acompañadas de cuatro nombres. Uno de esos nombres era el nombre real, mientras que los otros tres eran generados aleatoriamente (una aleatoriedad inteligente, para que que no haya sesgos de nacionalidad, frecuencia, antigüedad, etc.). Sin ninguna hipótesis de por medio, era esperable que cada nombre aparezca seleccionado, en promedio, un 25%, ya que ese es el valor que representa la selección azarosa. Sin embargo, los participantes elegían el nombre correcto entre el 35% y 40% de las veces.

Carga social

Una de las conclusiones del paper es que cada nombre lleva consigo una carga social: en Estados Unidos, se esperan grandes proezas empresariales de un John Smith, pero se desconfía de las capacidades de liderazgo de un Mohammed. Estas y muchas otras consideraciones basadas puramente en nuestro nombre hacen que, tarde o temprano, se exterioricen y sean identificables en nuestro rostro. El equipo de investigación utiliza una excelente comparativa, y explica que esta fenomenología es análoga con la historia del retrato de Dorian Gray: Lo que hacemos, en conjunción con las expectativas depositadas en nosotros por nuestros nombres, alteran nuestra cara hasta niveles perceptibles por terceros. Un poco asusta: mi rostro sería literalmente distinto si me llamara distinto. Wow.

Capaz ahora estamos en condiciones de responderle a Alicia. Y si, nuestro nombre es mucho más que una cadena de sílabas y fonemas que nos hacen prestar atención. Hay mucho más en el backstage de nuestra identidad y personalidad, que se moldea un poco más cada vez que pronuncian Remigio. Aprovecho, y me pregunto: ¿Qué esperarán de mí quienes escuchan mi nombre? Espero que no mucho, aunque Remigio solamente rime con prestigio y prodigio. Y también con desprestigio, litigio, vestigio… Pero para esas rimas me hago el distraído.

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