Ser valiente no es no tenerle miedo a la muerte. Sino vivir con la certeza de que eso va a llegar en cualquier momento. Pero no como metáfora de vida, sino por un diagnóstico. La historia de Marisa y la importancia del trabajo de Hospice.
Por Juma Lamacchia
Los túneles son caminos, en su mayoría oscuros, sin luz natural. Esa luz natural dicen que la vemos al final del largo camino al cielo – aunque pensándolo así, no sé qué tan natural sería – en alguna situación puntual en la cual creemos no contarla más (o a nadie más). Un desvanecimiento, quizás falta de oxígeno o un golpe tan fuerte a nuestras emociones.
Ese túnel nos lleva a la muerte. Al paso a otra vida, dimensión o vaya a saber uno a dónde. Seguro tuvimos distintas maneras de conocer la muerte. No de conocerla de verdad, todavía, pero sí de saber de qué se trataba. A tenerle miedo, a entenderla, a esperarla o enfrentarla.
A Marisa le hablaron de la muerte hace 9 años, a sus 31. Le pesaba la cabeza y el cuello no le aguantaba el dolor. Después de una resonancia, un neurocirujano le diagnosticó un tumor en la médula. Y a eso le agregó que solo le quedaba un mes de vida. Con esa exactitud.
En este momento vos también te estarás preguntando qué harías con un mes de vida. Perdón, no con un mes de vida. Con el último mes de vida. Ella pensó en sus hijos, con quién los dejaba. Su propia muerte estaba en segundo plano.
Tiene 7 hijos, todos viven con ella. El más pequeño tiene 11 y la más grande 22. Su casa queda al fondo de un pasillo en pleno barrio Centenario de la ciudad de Mar del Plata. La puerta de entrada apenas se traba, los perros van y vienen, cables cruzados para que la luz llegue a toda la casa, ropa colgando, un patio en la parte delantera antes de ingresar al salón principal, que conecta a la cocina, donde siempre alguna de sus hijas se encuentra cocinando, y a la habitación de Marisa, postrada en su cama ortopédica, con su nieto sentado jugando con una tablet en la de al lado. La pieza es oscura, se aprovecha la luz natural, hay mucha ropa y remedios. La tele prendida. Nos acomodamos, Natalia, médica y presidenta de Hospice Mar del Plata, y yo. Frente a nosotros, Marisa, sonriendo, nos da la bienvenida.
Hospice es una institución que brinda servicios de cuidados paliativos. Previenen y alivian el dolor y el sufrimiento físico de sus pacientes, mejoran su calidad de vida, hasta el último día de su vida. Está cumpliendo diez años y te dejo esta nota para que conozcas más de ellos.
No todos los meses son iguales
Un mes de vida. “Te dicen algo así y te sueltan una bomba de la nada. No sabía qué hacer o a dónde correr. No sabía nada. ¿Qué iba a saber?” recuerda Marisa. En aquel momento comenzó a consultar qué era lo que tenía y cómo poder ganarle, pero chocaba contra un muro de resultados nulos que se transformaba en un reloj de arena. “Tenía miedo de morir de un día para el otro, me lo creía”.
En ese tiempo, debía inyectarse relajante muscular y mucha medicación para el dolor. De trabajar en limpieza y en una panadería, a pasar las horas en el Hospital Regional Interzonal de Agudos de Mar del Plata. Allí era solamente esperar a que pasen los días y que tenga lo que tenga que pasar. Y pasaron seis años.
Llegó la pandemia, y al no encontrar solución, decidió volver a su casa ante la inminente cuarentena anunciada en marzo del 2020. “Me voy igual, me muero en mi casa” dijo con el estómago inflamado y casi sin poder caminar. Pero su casa, era su casa.
Entonces es cuando Hospice llega a su vida y comienza esta relación que de terminal no tiene nada. “El Doctor Alassia – director médico – me salvó la vida. Estaba muy mal, y a la semana que me vieron, cambió mi vida totalmente. Me empezaron a dar medicación, la cama ortopédica y el colchón que necesitaba para estar cómoda” cuenta Marisa ante la atenta mirada, sonriente y orgullosa, de Natalia. Los primeros pasos, que significaron muchísimo, para alguien que dormía en el piso.
Su cuadro se había agravado. La panza la tenía muy hinchada, dormía en el piso. Todo le dolía. Se veía y no se reconocía. El mal humor la invadía, no podía comer ni mirar televisión. Apenas comenzó a trabajar Hospice con ella, realizaron una tomografía para ver la situación con la que se encontraban. Introdujeron una sonda y el mal humor se transformó en alivio.
“El cambio fue de un tratamiento básico que había en el hospital a otras alternativas que propone Hospice de cuidado paliativo. Realmente te mejoran la calidad de vida” explica Natalia, y agrega: “Los voluntarios y voluntarias la ayudan en la casa, no sólo con el cuidado médico, sino también con las comidas, los arreglos que haya que hacer, el cuidado de los chicos. Alivian un montón de angustias que ella no podría resolver, como los cumpleaños o el apoyo escolar. Hospice es familia”.
Vivir con miedo de morir
El mundo permaneció encerrado en su propia casa, suspendió sus actividades, intensificó sus cuidados, se equipó con medicamentos y elementos de supervivencia, comenzó a higienizarse las manos con más frecuencia y cada objeto de la casa que tocaba, barbijo y distancia. Casi todo lo que para Marisa era su vida normal. Pero ante una situación así a nivel mundial en la que el miedo principal era morir y contábamos día a día los casos de fallecidos, ella lo naturalizaba.
“Ya vivía con miedo a morir, ya lo tenía. Más no me podía causar, estaba encerrada en mi propia enfermedad” cuenta Marisa, en un tono bajo, recordando esos días. Su mayor preocupación fue la salud de sus hijos, la convivencia la definió como una “locura” y en año nuevo del 2021 atravesó un cuadro de covid positivo. No quiso internarse para pasar las fiestas en su casa y gracias a Hospice recibió sus vacunas.
De esa manera enfrentó sus diagnósticos, siempre quiso saber qué le pasaba, cómo, por qué, de dónde venía tanto dolor y cómo es la forma de aliviarlo. No ve la hora de que lleguen las mujeres voluntarias, que tienen entre unos 50 y 60 años a quienes considera como unas hermanas.
La médica repasa los medicamentos y se los recuerda. Hoy Marisa tiene muchos dolores, no se puede relajar porque se le contraen los músculos. De a poco va recuperando la movilidad en las manos.
Un laberinto de sufrimiento
Marisa es de Tucumán, sus hijos nacieron algunos allí, otros en Santiago del Estero y otros en Buenos Aires. La razón era por no tener casa y buscar trabajo con una sola muda de ropa siguiendo a quien era su marido (y padre de sus hijos). Se movía por él, pero ahora reflexiona: “Cuando tenés a un hombre no podés hacer lo que quieras, ahora sí, pero antes no. A mis hijas les digo que ellas van a cambiar las cosas. Quieren estudiar, tener una carrera y después piensan en hijos. Primero están ellas”.
Llegaron juntos a Mar del Plata. Al año se separan y se entera de la peor noticia: sus dos hijas eran abusadas por él. “El momento más difícil que me tocó vivir”, afirma. Al poco tiempo de enterarse, empezó con dolores, que luego continuarían con el diagnóstico ya conocido.
Pasaron cinco años, el abusador se había dado a la fuga. La Justicia lo encuentra en Tucumán en 2019 y lo juzga. Hoy, el pai umbanda Rosendo Miguel Acosta, se encuentra en la Unidad Penintenciaria de Batán cumpliendo una sentencia de 24 años de prisión otorgada por el Tribunal Oral N°1.
“Me alivió muchísimo, tenía ese dolor y esa rabia encima” suelta Marisa, entre silencios y enojos que invaden la habitación.
Imposible es no desear
“Deseo viajar por el mundo y que mis hijos disfruten la vida lo más que puedan porque uno no sabe qué puede pasar mañana. Disfrutar los momentos más simples, estar sentada en una plaza tomando algo con amigas. Reír, hablar, compartir. Eso es lo que vale, buscar la felicidad” reflexiona pensando en su familia, ante la interrogante de dónde encontrás la felicidad. Cuesta pensar en eso, pensar en la injusticia de la vida o si todo es por merecimiento, culpa o qué. Marisa está contenta y se le nota, repite y repite “Soy feliz, más feliz imposible.” y agrega en tono gracioso: “No le puedo pedir más a la vida, más me perjudica”. No cambiaría nada de su vida y aún le quedan por ver muchas cosas de sus nietos.
Piensa en el pasado, si tuviese la oportunidad de hablar con la misma persona que hace unos años recibía de parte de un médico el diagnóstico de tan solo un mes de vida le diría que puede derrotar todos los pronósticos, que no lo puede creer, que es increíble lo que uno con las ganas de vivir y seguir adelante puede lograr.
Ella cree en Dios. Todo lo toma como obra de él y que tiene que seguir luchando, peleando por la vida. No lo toma como una injusticia, sino con una enseñanza. “Yo creo que estoy para enseñar algo, para ver que las cosas se pueden, que hay que lucharla” afirma.
Admite haberle tenido mucho miedo a la muerte, haber estado sola y triste. Pero desde el momento en el que Hospice llegó a su vida, eso dejó de existir. Estuvo mucho tiempo trabajando el miedo a la muerte y logró sacárselo de la cabeza con mucho esfuerzo. Era algo con lo que convivía todo el tiempo y no tenía con quién compartirlo y hablarlo. Hoy los médicos están en contacto y disponibles durante todo el día, lo que hace que la soledad no le desespere.
“A quienes lean esta nota, quiero decirles que se puede. Que la vida enseña, hay que luchar. Compartir las cosas y estar feliz. Es lo único que nos vamos a llevar”. Marisa.