Por Carlos Mattos (*)
Abril flotaba tibio y azul sobre Mar del Plata, y la tarde se poblaba de pájaros de otoño. A mis diez años recibiría la primera clase de “Orientación y Movilidad” en el patio de la Escuela 504. El profesor me dio un Bastón Blanco, me explicó la técnica y comencé a caminar bordeando las paredes, a reconocer las rugosidades desde la empuñadura, las formas de las baldosas, y los objetos colocados para detectarlos y esquivarlos. Necesitaba entrar en comunión con mi bastón a fuerza de repeticiones y de concentración.
En mayo salimos a la calle: “Tenés que caminar por Bolívar, desde Jujuy hasta España varias veces”, dijo el Profesor.
Mi paisaje cotidiano se ensanchaba. El bastón transmitía las formas cuadradas y la lisura de las baldosas de la vereda de la escuela, la aspereza de las lajas un poco más allá, y la irregularidad del suelo producida por las raíces que elevaban porciones de camino cerca de la esquina de España. A cada paso, un crujido de hojas secas, y en el trayecto, el olor de los medicamentos de la farmacia. Luego, el aroma a tostadas recién hechas, a café torrado, y a tabaco achocolatado de una lenta pipa en manos de un caminante sin apuro que se acercaba silbando “Tiempos Viejos”.
En cada salida ampliábamos la superficie en cuadrados concéntricos: primero, la manzana de la escuela; luego, el perímetro delimitado por Colón, Salta, Moreno y 20 de Septiembre. Después, un cuadrado más grande cuyos bordes eran Brown, Independencia, Belgrano y 14 de Julio… Mar del Plata abría poco a poco sus brazos para recibirme como un habitante más.
Comenzaba a recorrer los espacios que antes transitaba de la mano de mi madre o de mi padre. Pero faltaba una prueba definitiva, un rito de pasaje propio de todas las culturas: la “iniciación” que mostrara al mundo que era digno de portar el “Bastón Blanco”. Sí, al salir de la escuela, a dos cuadras y media en dirección al mar, desembocaba la Diagonal Pueyrredon, en Bolívar casi Independencia.
El desafío
En septiembre, el profesor y yo ingresamos a la “Avenida de los Tilos”. Los zorzales anticipaban la primavera aunque los árboles no tuvieran todas sus hojas.
“Carlitos, vamos a caminar hasta San Martín por la mano de los números pares, y luego tenés que arreglártelas para llegar a las puertas de la Municipalidad. Hoy voy a acompañarte, pero después tenés que llegar solo”, me dijo. “¡Cómo había cambiado el mundo en un ratito!”. Parecía que todas las calles se habían convertido en diagonales y yo no sabía si me estaba desplazando como un peón o un alfil.
Llegó diciembre, florecieron los tilos, pero la “temible” prueba no …
Pasaron las vacaciones y explotó marzo. Empecé quinto integrado a la Escuela 5 por la mañana. Por la tarde, iba a la 504 para recibir clases de apoyo y continuar con “Orientación y Movilidad”.
Gustavo, un nuevo profe, nos llevaba a la Plaza Peralta Ramos y a otros lugares complicados, pero yo no deseaba diferir más la “Prueba del Viento”. Quería enfrentar a los dragones de una buena vez. Le propuse a Gustavo que en lugar de ir a Luro y Jujuy, fuéramos hasta la Municipalidad por la Diagonal Pueyrredon, la “Avenida de los Tilos”. Y agregué: “quiero ir solo”.
“¡Bueno, dale, yo te sigo en el coche!”, me respondió.
Salimos de la escuela. Doblé a la izquierda y el profe se fue a su auto. Crucé Jujuy; crucé Salta; una señora me ayudó a cruzar Independencia y llegué a la “Esquina de los Vientos”. La vereda de goma me indicaba que los dragones estaban cerca. Me di ánimo, crucé la primera mano, pasé a la vereda de los pares y entré en la “Diagonal”. Todo se volvió relativo porque yo iba derecho y eran las otras calles las que se presentaban oblicuas. Personas solidarias me ayudaban en las esquinas, pero me sentí perdido durante varios minutos. Belgrano había quedado atrás. Estaba cerca de Rivadavia y La Rioja. Un pochoclero me acompañó el último tramo hasta la esquina de San Martín. Varios teros volaron hacia la plaza. Faltaba muy poco. A mi derecha estaba Mitre; más allá, la Catedral. La Municipalidad quedaba a la izquierda y adelante sobre Yrigoyen, en la vereda de la sombra…
Había conseguido domesticar a los “dragones del aire” que desviaban las referencias bloqueando parcialmente los demás sentidos, y el aroma a vainilla del carrito de garrapiñadas ubicado en la esquina de la “Muni” fue mi faro.
Entonces decidí la última batalla. Toqué con el bastón el punto en el que la “Avenida de los Tilos” desembocaba hacia la plaza, me orienté, y cuando hubo silencio de autos crucé la diagonal hacia el oeste. Al llegar a Yrigoyen, volví a orientarme, y en un intervalo de coches, crucé a la manzana del carrito. Caminé lentamente, disfrutando cada paso. Pasé el Teatro Colón, y luego de varios metros, llegué a los escalones del “Palacio”. Me senté en el borde del primero, plegué mi Excalibur blanco, declaré en una proclama íntima, mi “conquistada libertad”, pero en este juego del “Ganar-Ganar”, había sido Mar del Plata la que me había conquistado antes que florezcan nuevamente los tilos.
(*) Bibliotecario, delegado de la Asociación Amigos de la Biblioteca Parlante para Ciegos y Disminuidos Visuales de Mar del Plata ante el COMUDIS