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junio 13, 2025
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King Kong en Mar del Plata: la extraña caída de un gigante de Hollywood

En 1978, un gorila de 17 metros que había costado más de un millón y medio de dólares llegó a la Argentina como parte de un espectáculo internacional. Su destino final, entre promesas rotas, traslados fallidos y versiones cruzadas, rozó lo absurdo: terminó abandonado en Mar del Plata. Esta es la historia real –aunque parezca un mito urbano– del día en que King Kong cayó del Empire State… al Estadio Bristol.

por Lucas Alarcón

Era 1978 y la Argentina vivía uno de sus momentos más oscuros. En medio de la dictadura militar, y con los preparativos del Mundial en marcha, un evento insólito tuvo lugar en Buenos Aires: la llegada del muñeco animatrónico de King Kong, diseñado por Carlo Rambaldi para la superproducción de Hollywood dirigida por John Guillermin.

El robot gigante –de 17 metros de alto y más de seis toneladas y media de peso– había sido construido con la idea de revolucionar el cine de efectos especiales. Su diseño costó 1.700.000 dólares. Pero durante el rodaje, la criatura no funcionó como se esperaba: se trababa, era torpe, y terminó relegada por un actor disfrazado y una maqueta en miniatura. Lo que debía ser la estrella del film se convirtió en un trasto caro e incómodo.

Lejos de desecharlo, los productores decidieron enviar a Kong de gira por el mundo. En septiembre de 1978, el barco Jujuy II, de la empresa estatal ELMA, lo trajo desde Los Ángeles hasta la Dársena C del Puerto de Buenos Aires. El capitán del navío lo retuvo dos días hasta que se organizaron los trámites aduaneros. Finalmente, el 9 de septiembre, los enormes contenedores con las piezas del simio comenzaron a recorrer la ciudad.

Subieron por la Avenida Santa Fe como un desfile surreal. La caravana fue encabezada por Pinky, la célebre conductora de televisión, que apadrinó la llegada del Rey de la Isla Calavera. A bordo de camiones de la empresa Román, las piezas de Kong provocaban asombro y desconcierto en los peatones. Nunca antes se había visto algo semejante.

El 23 de septiembre se inauguró su primera exhibición en la Sociedad Rural de Palermo. La estructura del gorila se montó durante semanas. El resultado fue una mezcla de mecánica de feria, aspiraciones hollywoodenses y atmósfera de circo pobre. El espectáculo no fue lo que se había prometido: los movimientos eran limitados, la puesta en escena forzada, y la respuesta del público fue tibia.

Tras cuatro meses de funciones sin éxito, la gira se trasladó a Mar del Plata, en busca de mejor suerte.

Un mono entre vedettes, boxeadores y tribunales

El 1° de febrero de 1979, en pleno verano marplatense, King Kong fue montado en el Estadio Bristol, el mismo donde alguna vez pelearon Monzón y Ringo Bonavena. En ese entonces, el Bristol –ubicado en la Avenida Luro entre Salta y Jujuy– alternaba espectáculos deportivos con shows nocturnos. Ese verano compartían cartel Olmedo, Porcel y Kong.

Pero el show volvió a fracasar. La experiencia era más curiosa que entretenida, y el público, que tenía múltiples opciones teatrales y recreativas, no respondió. En poco tiempo, los organizadores se vieron envueltos en juicios, embargos y conflictos legales.

El muñeco, sin funciones y sin rumbo, quedó cubierto apenas por una lona, a la vista de todos, en pleno centro de la ciudad. Nadie sabía qué hacer con él. Parecía un animal herido, o un dios olvidado.

Según la investigación del historiador Fernando Soto Roland, uno de los pocos que rastreó el recorrido del gorila paso a paso, el 28 de abril de 1979, la estructura fue finalmente retirada de Mar del Plata y regresó a Buenos Aires. Sin embargo, la leyenda ya estaba en marcha.

Durante años, se repitió la historia de que King Kong había quedado abandonado en un baldío de Batán, donde se oxidó, fue comido por las ratas o desmontado por chatarreros. Pero Soto encontró testimonios más precisos que lo contradicen.

Según el relato de Daniel Venneri, pocos días después del regreso, el muñeco apareció en un playón del barrio de Devoto, en la calle Pareja entre Campana y Cuenca. Allí, sin vigilancia y al aire libre, se convirtió en un parque de diversiones improvisado para los chicos del barrio, que trepaban su estructura metálica como si fuera un juego de plaza.

La imagen es potente: un gorila de 17 metros, desdentado, mutilado, vencido por el óxido y los niños. Como un vestigio de civilización enterrada. Como un souvenir desproporcionado de la maquinaria de Hollywood, ahora olvidado entre casas bajas y empedrados porteños.

El final del camino, al parecer, fue en el parque de diversiones Playcenter de San Pablo, Brasil. Así lo sostiene la pista más sólida que recopiló Soto Roland, cerrando el recorrido del gorila que cruzó continentes para terminar en una plaza carioca.

Pero el mito ya estaba instalado en Mar del Plata. Y sobrevivió.

El caso de King Kong es uno de esos relatos que sobreviven más allá de los archivos. Pocos recuerdan la fecha exacta, pero muchos dicen “haberlo visto”. Algunos lo ubican en un descampado. Otros lo confunden con una figura de carnaval. Hay quienes aseguran que sus restos quedaron enterrados en Batán y que, en noches de viento, puede escucharse su lamento mecánico.

Como toda buena leyenda urbana, la historia tiene el perfume de lo imposible. Y por eso funciona.

Lo curioso es que no se trata de un mito sin base real. El animatronic existió, vino al país, fue exhibido en Mar del Plata y luego cayó en el olvido. Pero ese olvido, mezclado con la belleza absurda de su presencia en una ciudad costera, terminó alimentando algo más poderoso: una historia improbable que todos quieren contar.

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