Abierto en 1988 como el “Miami marplatense”, Waterland fue un sueño tropical que terminó en ruinas, deudas y causas judiciales. Hoy, sus restos oxidados son testigos de una promesa noventosa que nunca se cumplió.
Por Lucas Alarcón
Una sirena oxidada vigila desde lo alto lo que alguna vez fue el portal al paraíso marplatense. Detrás, la maleza ha devorado toboganes color pastel, las piletas son balsas estancadas de agua podrida, y las paredes de los vestuarios se descascaran como heridas abiertas. Waterland fue más que un parque acuático: fue una fantasía encapsulada entre el mar y las sierras, una postal de la promesa noventosa que terminó naufragando en estafas, ruinas y expedientes judiciales.
En los dorados años de la convertibilidad, cuando Argentina pretendía codearse con el Primer Mundo al ritmo de los teléfonos celulares con tapa y las publicidades de Aerolíneas con voz de Frank Sinatra, Waterland emergía como una visión desbordante de cloro y color. Ubicado en el kilómetro 5.5 de la ruta 11, el parque acuático abría sus puertas en 1988 con una promesa seductora: traer a Mar del Plata un pedazo de Miami.
Lo logró. Al menos por un tiempo.
La fiesta del agua
La propuesta no tenía precedentes en el país: más de seis hectáreas de superficie, piletas de olas, lagunas artificiales, juegos acuáticos, zonas de picnic, sombrillas de paja estilo caribeño. Al entrar, el visitante era recibido por una bocanada de música dance, olor a protector solar y la visión de decenas de cuerpos deslizándose por toboganes de varios metros de altura.
Waterland no solo vendía entradas: vendía una experiencia tropical en pleno Atlántico Sur, con promotoras en patines, guardavidas con abdominales de revista y un letrero gigante que rezaba “El placer está en el agua”.
Aquel verano de 1992, se vendieron más de 150 mil entradas. Se rumoreaba que hasta Diego Maradona lo había visitado de incógnito. Las fotos familiares de la época lo confirman: niñas con mallas de una pieza y flotadores de pato, adolescentes bronceados haciendo cola en el bar de licuados, padres estresados buscando sombra bajo glorietas de paja.
Pero detrás de la espuma, se cocinaba una historia más turbia. La fantasía tenía pies de barro, y el barro estaba por emerger.
El imperio de los residuos
Luis Rubén “Chiquito” Venturino supo ser uno de los empresarios más poderosos de Mar del Plata. Durante más de tres décadas, su empresa monopolizó la recolección de residuos de la ciudad. Con contratos millonarios mensuales firmados con la municipalidad, amasó una fortuna que se tradujo en chalets distinguidos —como el de Matheu y Mendoza, símbolo de su apogeo en el barrio Los Troncos—, autos de alta gama y un apellido conocido en todos los despachos municipales.
Venturino era el clásico “hombre hecho a sí mismo”, dueño de una visión ambiciosa y de una prole numerosa: un hijo varón —fallecido trágicamente en 1985— y cuatro hijas mujeres. En los años noventa, aquellas hijas comenzaron a formar pareja con jóvenes sin experiencia empresarial, pero con voracidad: Claudia se casó con Juan Ignacio Letamendía, Rosana con Rodolfo Usuna, Verónica —la menor— con Juan Bautista Boudou. Y Cecilia, por un tiempo, salió con su hermano mayor: un joven estudiante de Economía llamado Amado Boudou.
Palmeras de plástico sobre basura
Impulsado por el crecimiento económico y por su visión de transformar la ciudad, “Chiquito” decidió a mediados de los años ochenta reconvertir un predio antes destinado a relleno sanitario en un polo de esparcimiento familiar. El proyecto fue ambicioso: un parque con toboganes acuáticos, piletas climatizadas, palmeras falsas, bungalows y la discoteca más popular de la ciudad, Frisco Bay. Waterland abría sus puertas en 1988 como una promesa de modernidad y exotismo.
La discoteca, dirigida por el carismático “Emé” —apodo con el que se conocía a Amado Boudou en la movida nocturna marplatense—, estalló en popularidad. “Emé era el preferido de los Venturino, incluso aunque no se casó con su hija”, recuerda un allegado. La noche, la juventud y los negocios parecían bailar al mismo ritmo. Todo parecía ir viento en popa. Hasta que dejó de ir.
Una bomba de tiempo
La muerte del único hijo varón de Venturino marcó un antes y un después. El empresario comenzó a ausentarse de la operativa de la firma recolectora, y el control del negocio pasó, lenta pero inexorablemente, a manos de los yernos. Fue entonces cuando Emé dio el salto: pasó de DJ a gerente comercial de Venturino S.A., firmaba recibos, gestionaba pagos y tenía poder incluso para manejar la quiebra de la empresa.
Pero la gestión joven, carente de experiencia y plagada de desprolijidades, hundió la firma en apenas unos años. Camiones prendados, seguros truchos, facturas cedidas a prestamistas y deudas crecientes. En 1995, tras una serie de auditorías ordenadas por el entonces intendente Mario Russak, la municipalidad revocó el contrato con Venturino S.A. y destapó un entramado de vaciamiento societario que derivó en uno de los juicios más largos y costosos de la historia local.
“Los gerentes de carrera fueron desplazados y dieron un paso al costado. Desde que los yernos y Boudou tomaron las riendas, la empresa se vino abajo”, declaró años después un ex integrante de la compañía. Según documentos oficiales, la firma ya tenía inhibición de bienes cuando se adjudicó la licitación de 1992, lo que llevó a la nulidad del contrato por fraude. El municipio ganó el juicio recién en 2011, dieciséis años después de la caída.
Ruinas bajo el agua
Mientras la causa judicial se arrastraba por los tribunales, Waterland fue cerrando sus puertas. La pileta de olas se secó, los toboganes se agrietaron, las luces de Frisco Bay se apagaron para siempre. Algunos veraneantes todavía recuerdan aquellas jornadas de calor intenso, olor a cloro y música a todo volumen. Pero otros empezaban a atar cabos: el parque había sido construido sobre basura, como una metáfora involuntaria de todo lo que vino después.
Luis Venturino pasó sus últimos años alejado de los flashes. Murió en junio de 2023, derrotado por el desgaste, la ruina económica y la tristeza. Sus allegados aseguran que vivía en un departamento prestado —“un quincho”, lo describieron— muy lejos del esplendor de Los Troncos. Su esposa, Nilde Masnaghetti, había otorgado poder a Amado Boudou para manejar las deudas y enfrentar a la municipalidad. Pero ya era tarde. El imperio había implosionado.
Ruinas entre las sierras
Waterland cerró sus puertas a mediados de los ‘90. No hubo comunicado oficial ni acto de clausura. Simplemente dejó de abrir. Los empleados se quedaron esperando los sueldos que nunca llegaron. Las familias que habían comprado pases anuales quedaron con papeles inútiles. Algunos recuerdan que durante un tiempo, los piletones quedaron medio llenos, y se colaban adolescentes para hacer fiestas improvisadas, hasta que los tanques se rajaron y la descomposición se hizo dueña del lugar.
Desde entonces, el parque ha sido protagonista de un deterioro fantasmal. En las fotos actuales, los toboganes parecen espinas rotas de un animal prehistórico. Las palmeras de plástico se doblaron como soldados derrotados. Los baños están vandalizados, y la casilla de entrada tiene grafitis con fechas y nombres, como un altar improvisado al olvido.
Nadie fue condenado por la debacle de Waterland. Los responsables empresariales se escudaron en crisis macroeconómicas, derrumbes turísticos y falta de acompañamiento estatal. Pero para quienes quedaron atrapados en esa implosión, la sensación fue otra: estafa, abandono, desidia.
“Éramos como actores de una gran mentira”, dijo un ex empleado a un periodista. “Nos vendieron que íbamos a ser parte del parque más importante del país. Terminamos limpiando piletas vacías y cobrando en cuotas, hasta que un día nos dijeron que ya no fuéramos más”.
El sueño que no fue
Waterland es parte de una arqueología emocional de Mar del Plata. No es simplemente un lugar abandonado. Es un monumento al fracaso de una época que quiso parecerse a algo que no era, y que en el intento se dejó devorar por sus propias ilusiones.
Como tantas otras ruinas turísticas —el hotel Boulevard Atlántico en Miramar, la aerosilla de Sierra de los Padres, el balneario Perla Norte—, el parque acuático forma parte de una constelación de fantasmas que pueblan el paisaje costero con su silencio rugoso.
Hoy, quienes pasan por la ruta 11 pueden ver los esqueletos de los toboganes asomando entre la vegetación. A veces algún dron los sobrevuela para un video de YouTube. A veces un niño pregunta: “¿Qué es eso?”. Y alguien responde: “Ahí había un parque acuático, cuando Mar del Plata era otra cosa”.
Quizás haya algo profundamente argentino en esa imagen: la de un sueño importado, grande, luminoso, que duró un suspiro y terminó sepultado en barro y burocracia. Waterland no solo se hundió: quedó flotando, como una boya triste que nos recuerda lo cerca que estuvimos de ser Miami. Y lo lejos que terminamos cayendo.
A la vera de la Ruta 88, donde el asfalto empieza a perder su pulso urbano y se interna entre campos polvorientos, todavía resisten los restos fantasmales de Waterland. Un cartel oxidado, algunos muros de colores desteñidos y lo que alguna vez fueron toboganes, ahora convertidos en esqueletos metálicos, recuerdan que allí se prometió el paraíso. En sus días de gloria, este parque acuático llegó a ser presentado como “el Miami marplatense”, un oasis artificial de seis hectáreas levantado sobre un relleno sanitario, que se transformó en ícono del ocio veraniego de los ’90… y en epicentro de una trama empresarial que terminaría en ruinas, juicios y silencios incómodos.
Epílogo oxidado
Hoy, si uno se detiene en el ingreso tapiado de Waterland, puede entrever las ruinas de un país posible. Lo que fue un ícono del turismo y la recreación marplatense se transformó en escombro, litigio y nostalgia. No faltan quienes sueñan con reabrirlo, o quienes proponen demolerlo y empezar de nuevo. Pero el eco de lo que fue resuena fuerte: en las paredes despintadas, en los juicios que nunca terminan, en los nombres que pasaron del anonimato al poder nacional.
Waterland fue una fantasía demasiado grande construida sobre tierra inestable. Un espejismo que, como tantos otros en Argentina, empezó con música fuerte y terminó en silencio.