Lo de Allá

Azul el Mar: ¿azul el mar?

Nos zambullimos en un mar tormentoso, e investigamos la producción de Sabrina Moreno: una sanluiseña radicada en Córdoba enamorada de la ciudad costera.

Por Remigio Gonzalez.

Cuando era chico -más chico que ahora- tuve un enfrentamiento directo con el mar. En la costa de Playa Grande me metí un poco más profundo de lo normal, sin supervisión alguna, y enseguida sentí que mis pies no tocaban la arena. No estoy seguro si sabía nadar, pero en segundos me sentí fuera de control, a merced de las olas. Fue desesperante. La angustia duró poco, porque alguna corriente bondadosa me acercó justo lo necesario para caminar nuevamente. Esa tarde aprendí algo importante: al mar se lo respeta. Este es el mensaje fundamental que, desde la dirección de Sabrina Moreno, imprime en Azul el mar, su primera incursión en el cine de larga duración. Veamos si también aprendemos alguna otra lección en el camino. 

Una familia de seis viaja en el auto. No sabemos de dónde viene, pero sabemos a dónde llega: la primera escena en Mar del Plata nos muestra la Avenida Colón, varias cuadras antes de la gran lomada. Se mezcla con las marquesinas del Hotel Dallas Center y del San Remo Grand Hotel, ambos en la calle Belgrano. Los neones de los carteles, junto con la luminosa señalética de la Heladería Italia en Colón, ubican a la película de forma aproximada en una década indefinida. Y esta búsqueda es más que intencional. Nos dice Moreno: “La película juega con un espacio-tiempo tomando recursos definidos, como la ciudad de Mardel, y una época, como los 90, pero a su vez también utiliza otros recursos más ambiguos, para desdibujar esa definición. No se ancla en un momento exacto”. Esta atemporalidad, o temporalidad con libertades, nos dice por lo bajo que la historia es transversal a su época, que prescinde de ella.

Se preguntarán los curiosos de qué historia hablamos. Bueno, atención: es un relato cargado de símbolos, metáforas y alegorías. No cometan el error que cometió el Remigio de nueve años de subestimar la profundidad del mar, porque son los detalles y guiños los que enriquecen la trama y la sacan a flote. Advertencia al viajero: no pierda nunca la noción de lo que sus pies tocan.

Moreno describe la totalidad de Mar del Plata en un solo cuadro: La Rambla Casino, el edificio Havanna y el monumento a los Lobos Marinos.

Como toda interrupción de la rutina, las vacaciones sirven para desconectar. Qué pretende desconectar cada uno queda a íntima discreción. Ahí está el comienzo, nudo y resolución de la historia de Lola, madre y esposa. Una escapada a Mardel resulta ser el escenario perfecto para disfrutar, descansar, y replantearse melancólicamente toda una vida de matrimonio, familia y, tal vez, frustraciones. En casi todas las secuencias donde hay un atisbo de felicidad estival, se contrasta con el rostro preocupado y ausente de Lola, que está pero no está. Hay un desgaste en el matrimonio (y bajo ciertas lecturas, de la vida familiar) que obliga al personaje de Umbra Colombo a interpelar su vida y sus relaciones. 

Nuestro primer encuentro con el mar es en Las Toscas, con la Rambla Casino de fondo. Aún en la tierna infancia de la película, el diálogo entre Ricardo, padre y esposo, y su hija es una de las claves simbólicas del filme: 

-Pa… ¿Por qué es azul el mar?

-En realidad el agua no es de ningún color. A nosotros nos parece azul por el reflejo del cielo

-¿O sea que no es azul?

-No, no es de ningún color, aunque nosotros lo vemos en colores. Acá es azul, pero puede ser verde, grisáceo…

Esta inocente conversación, además de cuestionar fuertemente cierta canción de Cristian Castro, nos deja pensar que el mar azul, inerte y planchado es un mar que es tan hermoso como es ficcional. Esta noción, que en esta escena es implícita, se muestra de forma mucho más frontal en la madurez de la película. En muchos flashbacks nostálgicos de Lola, donde vemos una mezcla equilibrada de pasado y presente, el mar se muestra adverso, picado, revuelto, en posición ofensiva, atacando a la cámara subjetiva, ergo, al espectador. Moreno suma: “El mar funciona como un personaje más dentro del relato, no es visto sólo como espacio. Y en este sentido, Lola entabla una relación de deseo y temor hacia él, de calma y tormento, porque de alguna manera muestra lo que se está revolviendo dentro suyo.”

La historia sigue. En las aguas danzantes de la Rambla, y sin palabra alguna, Lola le dice a Ricardo que las cosas ya no son como antes. Nos movemos entre Mar del Plata, la playas de Chapadmalal y el bosque La Frontera, cerca de Pinamar. No importa dónde, Lola sigue distraída, incapaz de disfrutar la compañía que la rodea. Las únicas escenas donde se sugiere algún goce son secuencias solitarias, diálogos entre ella y el mar. Hay un contrapunto muy marcado entre las escenas en exteriores y las que suceden dentro del hotel: las primeras son muy visuales, sin mucho diálogo y con una altísima carga simbólica; las segundas son más explícitas, absolutamente dialógicas y literales.

Lejos de ser pacífico, el mar que vemos en Azul el Mar es revoltoso, violento: una aproximación más cotidiana de las olas.

El final es la manifestación más grotesca de la metáfora. En el viaje en auto de vuelta, la familia de seis repentinamente se transforma en una familia de cinco, sin Ricardo al volante. Lola sonríe, los hijos también. En silencio, Lola mira el atardecer sobre el mar y, por primera vez en en los sesenta y dos minutos, parece presente, lúcida, y atenta al bailar de las olas.

Moreno nos educa: “Así mismo, el mar funciona como un elemento profundo y complejo, no se puede encerrar en un solo concepto. Tarkovsky, en su libro ‘Esculpir en el tiempo’ cita a Ivanov: ‘El símbolo sólo es verdadero como tal cuando en su significado es inagotable e ilimitado, cuando en su lenguaje secreto expresa alusiones y sugerencias de algo inefable que no se puede expresar con palabras. Los símbolos son incomprensibles, no se pueden reproducir con palabras’“. El símbolo del mar, entonces, solo es real cuando nos cuenta algo que las palabras no pueden. Capaz eso explique por qué, a veces, estar solo frente a la inmensidad del océano nos deja mudos.

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