Desde su llegada en 1894, los Falaschini forjaron una vida junto al mar, pasando de pescadores a pioneros del salvamento en las playas marplatenses. Con sacrificio y valentía, generaciones de esta familia escribieron una historia marcada por el mar, los rescates heroicos y la pasión por cuidar a los bañistas.
Por Máximo Falaschini
Oriundos de Porto Recanati, región de “Le Marche” en Italia, los Falaschini recalaron en Mar del Plata allá por 1894 luego de un largo periplo que tuvo pasos por Santo Tomé en la provincia de Santa Fe (lugar asignado por la oficina de migraciones) y el barrio de La Boca en Buenos Aires. El primero de los destinos se abandonó ya que al dedicarse a la pesca, el lugar no contaba con salida al mar, y en el segundo el puerto existente era comercial. Por lo que decidió el traslado en carreta, de la familia italiana al sudeste de la provincia de Buenos Aires. Vincenzo (mi tatarabuelo) junto a su familia se instalaron en la zona del viejo puerto de Mar del Plata (La Bristol) en el sector que hoy se conoce como “Las Toscas”, aunque la urbanización los obligó al traslado a lo que ellos denominaban “Terra di fuoco” como una referencia peyorativa a la lejanía del nuevo lugar por el territorio más austral de nuestro país.
Precisamente, compraron un terreno en Castelli entre Güemes y Alvear por la módica suma de un cajón de pescado y vuelta a empezar. Y ahí, en 1896 es donde nace el primer Falaschini marplatense: mi bisabuelo Pascual. Después de una infancia marcada por “barro, arena y pesca”, Pascual fue el pionero de una profesión que el apellido (al menos en esta tangente de la familia) abrazó: Guardavidas.
Pero en los albores, la ocupación era bastante diferente a como se la conoce hoy, al punto de que el nombre de referencia era el de “bañero”. Eran tiempos de “los años locos” y los nativos aprovechaban la temporada estival para capturar los “morlacos” que llegaban en los “pullman” y se despilfarraban en las distintas ramblas que tuvo nuestra ciudad.
Pascual trabajó en un balneario del denominado “barrio chino” (hoy popular 1 y 2) y literalmente, acompañaba a los turistas a “bañarse” en el mar. Se hacía la ronda, todos de la mano y el experto era el que dirigía el ritual del baño para que todo sea disfrute y no allá ninguna preocupación: venía la ola y el bañero decía “abajo” y todo bajo control. Pero también trabajaba en las carpas del balneario.
Ser marplatense y adaptarse
En aquellos veranos el bañero “hacía la doble” y por mucho tiempo fue así. El “ser marplatense” es adaptarse para sobrevivir. Por desgracia, el “primera generación” falleció antes de cumplir 40 años y su deceso fue en parte por el mar. Por el oleaje, la embarcación con la que había salido a pescar se dio vuelta y para colmo quien lo secundaba no sabía nadar.
El bañero “trabó” a la víctima y con la otra mano (sin más apoyo que la flotación de sus piernas) logró dar vuelta el pesado bote. Pero hizo tanta fuerza que resentido estomago lo sintió y falleció días después dejando 5 hijos y una viuda. Con apenas 5 años mi abuelo Luis (el tercero de los hermanos) perdió a su padre y más temprano que tarde tuvo que trabajar. El contexto no había cambiado mucho, situación que en parte lo acompaño hasta sus últimos días ya que de grande no podía comer pescado debido a que en su infancia y adolescencia fue la comida que mas veces se repitió en la casilla en la que vivían.
Fue en 1948 cuando salió “apto para zonas frías” y el deber de la conscripción lo destinó a la inhóspita y alejada Río Gallegos. La fortuna quiso que en la primera baja sea uno de los elegidos, por lo que en el mes de noviembre del mismo año ya estaba de vuelta por Mar del Plata y el destino lo cruzó con un amigo que le aviso que estaba a tiempo de hacer el curso y seguir los pasos para hacerse de un ingreso tan necesario como rápido.
Rescates dramáticos
En aquella época el curso no duraba más que un puñado de días; el que demostraba saber nadar y no tenerle miedo al mar, se llevaba la libreta. Y así fue como cumplió con los requerimientos, hizo las guardias en La Bristol (prueba final en playa) y el nuevo guardavidas estaba listo para su primera experiencia a pie de orilla.
Y la vida lo puso otra vez a prueba: la playa destinada era la del puerto (atrás de la escollera sur) y al arribar; le dieron un juego de banderas, un malacate (de madera) con soga, un salvavidas de corcho y lo despidieron con un “y que Dios te ayude…” Eran otros tiempos. Fue en esa playa de mar abierto donde el “segunda generación” tuvo uno de los rescates más dramáticos que cientos de veces narró: con la víctima “trabada” en el salvavidas junto a su compañero, estaban siendo remolcados por la “tirada” de la soga. Pero por aquellos años el material de la cuerda no era tan fiel como en la actualidad y ante la enorme fuerza ejercida desde la orilla esta se cortó. Y empezaron a derivar mar adentro.
Su hermano Vicente presente esa tarde en la playa, contó que se trepó a la casilla para no perderlos de vista ante la creciente lejanía de la maniobra de rescate. Se puso a gritar “LUIS, LARGALO!” pero si apenas los veía, era imposible que lo escuchen. Hasta que finalmente no los vio más. Adentro el panorama no era muy alentador, ya que según mi abuelo el paso del tiempo hizo que su compañero comenzará a perder la fe y le diga: “Luis, volvamos; Prefectura no va a venir”. Por supuesto que la víctima escuchó el diálogo y comenzó a llorar pidiéndoles por su madre que no lo dejen.
-”Aguantémoslo un poco más, tiene que venir”. La negociación de mi abuelo se basaba en la cercanía del puesto con el puerto y en que alguien debería haber ido hasta la oficina, aunque fue la excusa perfecta para persuadirlo y hacer lo que le pedía su voz interior: no dejar al accidentado. El “ser marplatense” también se lleva en el corazón. Dos horas y media más tarde de iniciado el rescate, divisaron a la lancha de Prefectura acercarse. La maniobra fue exitosa y el curriculum del incipiente bañero, se fue agrandando. Las condiciones de Luis fueron ganando reconocimiento hasta llegar a oídos del “negro” Peluso; encargado del balneario del “Mar del Plata Golf Club” en Playa Grande.
El mar de dicho sector nunca fue fácil y dar con un bañero “valiente” tampoco. Por lo que lo fue a buscar en más de una oportunidad al epicentro de reunión del barrio: el glorioso C. A. San Isidro situado en Avellaneda y Güemes (fundado por su padre y dos tíos, entre otros). Mi abuelo no estaba muy convencido del traspaso ya que se había acostumbrado a su puesto, pero la que inclinó la balanza fue su novia que lo convenció ante la posibilidad de un crecimiento económico.
Vale aclarar que dicha mujer fue mi abuela Francisca. Y así en enero de 1954 Luis pisó Playa Grande por primera vez profesionalmente hablando, para dejar una huella sin lugar a dudas. En el Golf había que hacer doble función: guardavidas y carpero. Pero servía porque más allá del sueldo, en esos años los que frecuentaban el balneario eran turistas de poder adquisitivo; por lo que las propinas eran generosas y la diferencia a fin de mes se notaba.
La familia se sumó
Algunos años más tarde mi abuela se sumó al staff como casillera y mucho más en el tiempo mi papá (nacido en 1958) con edad de 16 años, ingresó como cadete en el mismo lugar. Rescates hubo muchos. Pero creo que ninguno supera al que fue testigo mi papá. -Sería en la temporada ´65 ó ´66, yo no tenía mas de 8 años. Tengo flashes de aquel momento, pero la historia la sé perfectamente: el día laboral había terminado y los tres subíamos la escalera sur de Playa Grande para tomarnos el 571 en Alem y volver a casa.
Al culminar el primer tramo de la escalera y llegar a la calle intermedia (hoy con el nombre de Guardavidas Guillermo Volpe), papá fiel a la costumbre de todo guardavidas miró el mar. Al hacerlo divisa una cabeza entre la rompiente, al instante descifra el rescate y empieza a bajar corriendo. En el camino se fue sacando la ropa y yo de la mano de mamá íbamos corriendo atrás levantándola, que justamente era fin de enero y su sueldo estaba en el bolsillo del pantalón que descartó.
Pero al entrarse al mar no lo vio más, se había fondeado… hasta que en el armado de una ola logra ver los pelos de esta persona y hacia ahí encara. Lo saca de abajo el agua, lo traba y entre las olas lo va remolcando. En la orilla se le suma un compañero y entre los dos comienzan a realizarle masaje cardíaco. La persona no reaccionaba y a pesar de que alguien ya había ido a llamar a la ambulancia, se toma la decisión de ir a la sala de primeros auxilios para romper el candado (ya había cerrado) y utilizar el pulmotor. Para esto ya se habían sumado más personas con la intención de colaborar en la angustiante situación. Recuerdo claramente el susto que yo tenía por los gritos de la esposa del señor accidentado.
Finalmente, arribó la ambulancia y continuó el servicio de emergencias con las maniobras. Afortunadamente la persona se salvó, se trataba de un turista que venía de vacacionar en Miramar y se quiso dar un último baño de mar. Quedó internado y papá lo fue a visitar: recibió las gracias de primera mano”.
El “ser marplatense” está por encima de todo: hasta del sueldo y del riesgo de entrar sólo al mar. La dinastía tuvo continuidad con mi papá ó “el tercera generación”. Al alcanzar la mayoría de edad Luis Eduardo pasó de carpero y empezó a hacer el curso de guardavidas.
Cuidar el patrimonio
Para finales de la década del ´70 ya el curso duraba un año pero lo abandonó poquito antes de terminar. Más allá de alguna diferencia con un profesor, en aquel momento el carpero ganaba más que el guardavidas y no tenía responsabilidad; por lo que no veía la necesidad de cambiar de puesto en el balneario. Así se mantuvo hasta la temporada 2006 en la que vivió infinidad de anécdotas, temporales y también rescates. Corresponde agregar que era muy bueno y eficaz para pintar sillas de mimbre. El “ser marplatense” es saber tratar y cuidar al patrimonio histórico, simbólico, artístico y cultural de la ciudad como refiere la ordenanza 19.238 sobre las tradicionales “Sillas Mar del Plata”.
Por último la “cuarta generación”; es decir yo que me llamo Máximo Luis, también evidencio una infancia entre lonas, cabreadas, rastrillos y salvavidas. Habrá sido en el verano del ´93 (no tenía más de cinco años) cuando jugando en el “carpón” de materiales, me corté la planta del pie con una pala vizcachera y en el traslado a la salita dejé un reguero de sangre por todo el veredón central de Playa Grande.
El “ser marplatense” es llevar las marcas de la ciudad en la piel. Mi abuelo y mi papá oficiaron de maestros y así aprendí todos los secretos del trabajo en la arena. Arreglar sombrillas, atar lonas, cómo se deben enterrar las patas de las carpas y hasta en cómo hacer la cruz del salvavidas.
¿Algo de surf? Si claro, mi hermana Julieta es instructora tildando ese infaltable casillero de la Capital Nacional de dicho deporte. Y aquí estoy, trabajando de guardavidas en Playa Grande, escribiendo mi historia y manteniendo vivo el legado más hermoso que me transmitió mi apellido: el de “ser marplatense”.