Vemos y Leemos

La lección

Por Alberto Di Francisco

El aprendiz era un niño delgado, de tez aceitunada; el pelo, cortado casi al ras, dejaba ver su bien redondeada cabeza, en cuyo despejado rostro resplandecían sus dos ojos bien grandes y comunicativos, como dos atalayas amarronados, con tintes color miel.

Como casi todo joven de esa edad, el aprendiz unía a su natural empuje, un pensamiento siempre vivo y abierto, en búsqueda constante, sin tregua ni descanso; un pensamiento que gustaba acercarse al mundo desde la mirada del asombro, no del pensamiento que captura para dominar las cosas.

El maestro, el paciente maestro, disfrutaba impartiéndole lecciones (al igual que al resto de los aprendices, pero con él sentía un cariño parecido a la amistad).

Disfrutaba ver revolotear esos ojos grandes y vivaces, signo inequívoco del intelecto que en el chiquillo moraba; gustaba asomar a la perspicacia de su alumno un concepto, para observar cómo empezaba a moverse en su interior todo el engranaje interno, el cual era siempre coronado (en el arribo a la conclusión) con una sonrisa amplia y pícara.

Las clases eran dictadas por las mañanas, temprano, mientras que a la tardes les correspondían los trabajos y los rezos. Una vez idos los días del invierno, las estaciones más cálidas permitían las clases en las afueras del templo, el templo que coronaba la pendiente aquella, rodeada de altos picos, desde donde se dominaba una visión magnífica y vasta. Cada mañana, llegado el final de la clase, tocaba el
tiempo de la recreación:
– ¿Puedo jugar, ya estoy en libertad? –preguntaba el aprendiz con toda expectación, y con un brillo cómplice en sus grandes ojos.
– Sí, puedes –respondió un día el maestro en evidente broma- Puedes jugar, pero con una única condición inapelable: no puedes salirte más allá de Asia.

Durante ese verano, cada día, al terminar la clase, se cumplía el rito lúdico; la misma pregunta era formulada por el aprendiz, y le correspondía la misma respuesta bromista del maestro. Pero cierto día, el niño había entrevisto en su maestro un aire de ensimismamiento, como algo que rumiaba en sus fueros internos; esperó, por lo tanto, al final de la clase, y enseguida se encaminó, con toda su inocencia, a
consultarlo.

– ¿Maestro, algo le preocupa?
– Oh, niño…-dijo lamentándose de haberle trasladado sus cuestiones- no…bah, en realidad, verás, tenemos un encuentro muy importante en poco tiempo, un encuentro donde participarán muchos templos y muchos maestros, y yo…bueno, solo estoy intentando ordenar mis ideas, pero nada malo me
sucede.

– ¿Sobre qué tema van a hablar, maestro?
– Bueno, verás, han propuesto como tema a debate la problemática del libre albedrío o el determinismo… -su aprendiz no le sacaba la mirada, asi que concedió a explayarse un poco más- ¿somos libres en nuestros actos, o todo corresponde a un plan ya determinado, ya trazado con anterioridad?

Los grandes ojos del aprendiz se detuvieron, como congelados, en los de su maestro; a punto estaba el anciano ya de decirle al niño algo, cuando éste se le adelantó.

– ¿Puedo ir a jugar?
– Jaja…sí,- dijo el maestro, recordando que la atención de los niños es una mariposa harto inquieta, no posándose sobre la flor más que un instante- pero ya sabes, no puedes salirte de Asia. –Y esta broma siempre le arrancaba al pequeño su sonrisa más amplia.

Fue a la mañana siguiente que, una vez que la clase arribaba a su término, se dirigió el aprendiz hacia el margen del templo, y fue a sentarse junto a su maestro, en la roca que hacía de “mirador” a la enorme extensión de montañas y valles de la región donde se erigía el templo.

– Maestro –dijo el niño, fija la mirada en aquellas interminables tierras tocadas por las nubes.
– Te escucho
– ¿Sabe?, estuve pensando.
– No lo dudo, querido aprendiz… ¿En qué pensabas? –consultó el maestro, ya con un atisbo de sonrisa escapando de sus labios.

-En su tema, en el libre albedrío o el determinismo… Yo creo que hay un plan determinado, y a la vez, que el hombre es libre, porque el plan determinado está regido por un orden mayor que la libertad de los hombres. Frente a la libertad, existe una ley que ordena todo, que abarca y ciñe a aquella primera, pero sin intervenir en las libres decisiones. En resumen: el campo de acción de las libertades de los hombres, jamás llega a tocar la vastedad de la Ley del Orden. El Orden es tan inmenso, que la suma de todas las libertades no llega a tocarla.

– ¡Muy interesante reflexión! ¿Y qué te ha sugerido esa idea, niño? –le dijo el maestro, con evidente signo de sorpresa.
– Usted, Maestro; cuando yo le pregunto todos los días, si puedo ir a jugar, me responde que sí, pero que no puedo salirme de Asia. Mi total libertad de juego, jamás lograría llevar fuera de Asia a un niño como yo. Quizás sucede lo mismo con la Libertad y el Determinismo.
El anciano lo miró fijamente
– ¿Puedo ir a jugar? –dijo finalmente el maestro, a su alumno, con una amplia sonrisa.

 

(*) Este cuento originalmente fue incluido en la antología “Entre musas y caldenes”, libro
colectivo publicado en el año 2022 por el colectivo Autoras y Autores Independientes de La
Pampa (AAI).

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