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abril 29, 2024
Lo de Allá

Historias de nadadores: cuando el agua fluye para hablar del abuso, el exilio o el cuerpo

La mirada se materializa partir de nuevas producciones audiovisuales y literarias, como «La caída», de la argentina Lucía Puenzo y «Las nadadoras», de la galesa Sally El Hosaini, o libros, como «El olor a cloro», de la francesa Irma Pelatan y «Bocetos de natación», de la canadiense Leanne Shapton.

A partir de nuevas producciones audiovisuales y literarias donde la natación articula narrativas que permiten potenciar la experiencia de lectura y escritura, se ponen en diálogo películas como «La caída», de Lucía Puenzo, sobre el abuso de un entrenador a dos alumnas, y «Las nadadoras», de Sally El Hosaini, sobre dos hermanas sirias empujadas al exilio; con libros como «El olor a cloro», de la francesa Irma Pelatan, que repasa las mutaciones del cuerpo; y «Bocetos de natación», donde la canadiense Leanne Shapton repiensa al agua como una insistencia en distintos momentos de su vida.

Películas y libros lanzados en estos días componen un conjunto de novedades recientes que anclan en el agua como un puente hacia distintos conflictos humanos que transcurren fuera de ella pero que encuentran en ese hábitat acuático un disparador para hablar de la guerra, el exilio, la transformación del cuerpo o el abuso, entre otras cuestiones.

La francesa Irma Pelatan hace de la natación una experiencia poética en «El olor a cloro», un pequeño librito editado en nuestro país por el sello Gog & Magog con traducción de Julia Azaretto, en donde su experiencia como nadadora se constituye en escritura. Pelatan nadó en su infancia y adolescencia varios días a la semana en una pileta de natación diseñada por Le Corbusier y mientras el cuerpo se fundía con el agua en un ritmo singular descubrió la voz en ella, su voz mental. «A la noche, insistente, me molestaba para dormir. En el agua, por lo general, se alejaba de la inquietud y llegaba al territorio de lo sin objeto, la flotación», escribe.

En este libro la materialidad de la pileta se vuelve deseo, angustia, vergüenza, libertad, exploración. Leer a Pelatan es sentir y oler. «Por debajo de la superficie enseguida me despliego, largo aire en burbujas brillantes y de repente una patada potente, luego ondulo, nado debajo de la superficie, llego a este espacio que adoro; luego de golpe; la libertad por delante», escribe tras relatar el impacto de su cuerpo cuando se tira de clavado.

A través de pequeños textos hilvanados en un conjunto, como pequeñas crónicas, la voz, el cuerpo y el agua transitan un registro íntimo tan luminoso como a veces opresivo, al tiempo de un largo, un crawl o una flotación. Mientras nada, mientras ingresa al vestuario o mira a su alrededor cuando asoma la cabeza a la superficie, la narradora no sólo siente y huele, también mira, percibe y reflexiona sobre la jerarquía violenta que imponen los carriles que separan a unos de otros, el vidrio que divide los vestidos y los desvestidos, la mirada de los hombres, los secretos que se alojan debajo de esa gran mole arquitectónica de agua, la tensión en el aire los días de competición o el registro que tuvo esa pileta de su transformación de un cuerpo de niña a uno de mujer. Así, «El olor a cloro» construye un lenguaje poético -no por eso benévolo- de la natación y sus formas de hablar a través del contacto que supone el cuerpo, la mente y el líquido.

En «Bocetos de natación», recién editado por Blatt&Ríos y traducido por Laura Wittner, la escritora canadiense Leanne Shapton hace del rodeo sobre el agua una pieza literaria en la que no falta la disciplina para afrontar las competencias de natación ni la posibilidad del recuerdo nítido a partir del nado, el movimiento que la pone a disposición de la repetición y el equilibrio coordinado para avanzar.

«Mientras nado mi mente divaga. Hablo sola. Lo que llego a ver por las antiparras es difuso y aburrido, la misma vista largo tras largo. Van apareciendo al azar recuerdos triviales e inconexos, una vívida sucesión fotográfica de pensamientos. Se encienden y se desvanecen, como esas ideas flotantes, periféricas, previas al sueño, que a veces son intrascendentes y otras cobran impulso y producen ansiedad para finalmente disolverse. Cada pensamiento dura un cuarto de largo o medio largo, o como mucho un par de largos. Mis reacciones a estos pensamientos burbujean en el agua, contra mis labios: correcciones a la historia, cosas que me gustaría haber dicho o haber podido decir: ‘No, no quiero cuidarte la cartera'», reflexiona la también artista y editora.

Shapton (Canadá, 1973) incorpora en su libro imágenes de distintos modelos de trajes de baño con explicaciones acerca de cuándo compró esos modelos, cuándo los usó y qué pasó cuando los llevaba puestos; retratos de nadadores y nadadoras, tal como los recuerda en escenas que acompañan cada una de esas pinturas; pero también se anima a ilustrar olores. Sí, comparte una paleta de colores que representan sensaciones que van desde una toalla mojada con cloro, una almohada que combinaba cloro, moho y ligero clavo de olor hasta el aroma a un acondicionador específico del pelo de una de sus compañeras de equipo.

Pero además de acaparar y procesar en fragmentos, que pueden leerse por separado, sus formas de relacionarse con el agua, la autora aborda y le da centralidad al vínculo con su hermano Derek, quien nadó como ella pero dejó antes. La diferencia entre ellos de adultos, los momentos que compartieron en torno a la natación pero también aquellos en lo que se acompañaron sin necesariamente tener los mismos intereses. Esas vidas en espejo que se construyen en forma paralela constituyen otra dimensión del libro donde la escritora y exnadadora profesional logra hacer del agua una herramienta para proyectar la lectura desde los colores, los olores y las sensaciones que pueden constituirse en instantes centrales de una vida.

Con la natación como telón de fondo para contar una historia verídica que aborda la vivencia de los exilios forzados en territorios donde la violencia cotidiana (des)organiza la vida y convierte cada día en una experiencia de supervivencia, la plataforma Netflix estrenó por estos días «Las nadadoras», un film que narra la peripecia de dos hermanas sirias que escapan a Alemania, donde a fuerza de obstinación una de ellas logra ser tenida en cuenta por un entrenador de natación -la disciplina por la que habían ganado varias medallas en su país de origen- y llega a competir en los Juegos Olímpicos de 2016.

Yusra y Sara Mardini, las hermanas interpretadas por dos actrices que en la vida real también están unidas por el mismo lazo sanguíneo, son deportistas de alta competencia y fueron entrenadas por su padre para representar a su país en la competencia olímpica, pero la guerra civil que ya lleva 11 años en Siria intercede decisivamente en sus vidas cuando una bomba destruye su casa y las jóvenes deciden exiliarse en Europa para tener un futuro, o al menos un presente menos vacilante.

En «Las nadadoras», el agua invoca distintos significados que se van entrelazando como corrientes marinas que chocan sus temperaturas en sucesivas zonas de transición: es el hábitat donde una de las hermanas parece construir un mundo de certezas a fuerza de brazadas y récords cronometrados, pero es también el espacio en el que junto a un conjunto de seres tan extraviados como ellas deciden poner en riesgo su vida para tener alguna chance en un cielo menos doloroso, que no esté surcado por el zig zag azaroso de los bombardeos y los gritos que prosiguen a la sangre y los cuerpos impactados por misiles.

Mientras el vínculo fraterno atraviesa momentos de reproche, protección mutua e infinita complicidad -una secuencia no muy distinta de la de cualquier adolescente- las protagonistas viven una de las escenas más dramáticas de la película, en la que tras subirse a un bote inflable endeble y sobrepoblado deciden arrojarse al mar helado y acompañar desde afuera el recorrido de la nave, repleta de familias y niños en busca de una vida razonable. “Usamos nuestras piernas y un brazo cada uno; sosteníamos la cuerda con el otro y pateábamos y pateábamos. Las olas seguían llegando y golpeándome en el ojo. Esa fue la parte más difícil: el escozor del agua salada. Pero qué íbamos a hacer ¿Dejar que todos se ahoguen? Estábamos tirando y nadando para salvar sus vidas”, contó una de las Mardini en una entrevista reciente a propósito de este hito autobiográfico.

El punto de llegada hacia una realidad más prometedora es a su vez un foco de tensión y quiebre, porque a la vez que Yusra encuentra lugar en el equipo de entrenamiento de un club alemán y comienza a mejorar sus marcas para participar de los futuros Juegos Olímpicos, no tendrá la chance de representar a Siria: lo hará como «refugiada», una categoría que pone en acto el desgarramiento de la huida y la aceptación de que solo podrá volver a su tierra de origen desde la experiencia inasible del recuerdo.

El universo de la natación es disparador de otro film que circula por estos días, en este caso por la plataforma Amazon Prime Video y con sello local, porque la directora es la argentina Lucía Puenzo, realizadora de «Wakolda». Las semejanzas con la película de Sally El Hosaini alcanzan aspectos formales pero no involucran su trasfondo dramático: ambas producciones audiovisuales están centradas en historias autobiográficas que tienen como eje la alta competencia en natación y la proximidad de los Juegos Olímpicos, pero mientras el trabajo la realizadora galesa descendiente de egipcios se cifra en el desarraigo, el de Puenzo se interna en la temática escamoteada de los abusos y maltratos -en este caso lo primero- que tallan a veces la relación entre deportistas y entrenadores.

La directora argentina retoma lo que pasó en 2004 en la antesala de los Juegos Olímpicos de Grecia, cuando una mujer denunció que su hija había sido abusada por su entrenador de natación. Puenzo parte de los aspectos más anecdóticos de la historia para indagar en el andamiaje menos visible pero más decisivo de un abuso: la trama de complicidades, silencios, mentiras, hipocresía y vulnerabilidad que hace posible profanar un cuerpo o una subjetividad y que el delito no salga nunca de los andariveles del secreto.

El film, rodado en México, cuenta esta historia a través del contrapunto entre Mariel, la estrella del clavadismo (Karla Souza) y Nadia, una chica de 14 años que podría convertirse en su sucesora, pero que fuera del agua toma la delantera poniendo en escena su caso de abuso y haciendo emerger lentamente el de que ha sufrido muchos años atrás su experimentada compañera. En ambos casos, con el mismo perpetrador: el entrenador, Braulio, un hombre manipulador y tirano que dispone de la complicidad del comité olímpico mexicano. El abuso en este film puede leerse en un sentido amplio que desborda la concepción del delito para proponer los modos no punibles en que un sistema cultural ha sometido a las mujeres a destratos, omisiones y situaciones a veces degradantes.

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